viernes, 2 de octubre de 2015




Siguiendo a Jesucristo



Lo que Dios ve
Recuerda que Dios nunca deja de amarte: No importa quién eres, o lo que has hecho, Dios SIGUE AMÁNDOTE y lo hará hasta que Él venga por ti.
Dios no piensa como nosotros (Qué Bueno!). Dios no mira como nosotros. Él te mira con ojos de Padre, de amigo consejero. Él no mira tú exterior ni tampoco tu pasado. No mira cómo te vistes, qué te pones y qué te dejas de poner o lo que has hecho ayer o hace dos años.
¡Él no mira eso! Los que miran eso son las personas que tienes a tu alrededor. ¿Pero entonces qué es lo que mira Dios? ¿Qué es lo que Él quiere?
¿Por qué Él quiere tu corazón? Porque es el elemento que te hace como eres, que te hace único y porque NADIE AQUÍ EN LA TIERRA LO CONOCE COMO ÉL. Porque Él hizo tu corazón, y Él te formó a ti.
Por eso el salmista declaró: "Dios mío, tú fuiste quien me formó en el vientre de mi madre. Tú fuiste quien formó cada parte de mi cuerpo. Soy una creación maravillosa, y por eso te doy gracias. Todo lo que haces es maravilloso, ¡de eso estoy bien seguro!
Tú viste cuando mi cuerpo fue cobrando forma en las profundidades de la tierra; ¡aún no había vivido un solo día, cuando tú ya habías decidido cuánto tiempo viviría! ¡Lo habías anotado en tu libro!" Salmos 139: 13-16
Ora conmigo como lo hizo David tantos años atrás:
Que lo repitan los que adoran a Dios:"¡Dios nunca deja de amarnos!”
Perdida ya toda esperanza, llamé a mi Dios, y él me respondió, ¡me liberó de la angustia! Dios está conmigo: no tengo miedo. Nadie puede hacerme daño, Dios está conmigo y me brinda su ayuda.
Salmo 118:4-7Pienso que ya lo sabes, pero te lo digo: DIOS MIRA TU CORAZON. Es tu corazón donde se esconde la razón por la cual haces lo que haces y dices lo que dices. El anhela tener tu corazón, la fuente de donde salen tus ideas, tus actos y decisiones.


VOCACIONES TARDÍAS

SUEÑO 92. — AÑO DE 1875.


En el año de 1875 tuvo origen una obra nueva a la que [San] Juan Don Bosco se entregó impulsado por su celo sacerdotal y por ilustraciones de lo alto.
Sabemos cómo aquellos tiempos eran contrarios a las vocaciones eclesiásticas. Aberraciones políticas, escuelas laicas, prensa desenfrenada, vilipendio de la Iglesia y de sus ministros, grave situación económica del clero eran otras tantas causas que habían contribuido a diezmar las filas entre los alumnos de los Seminarios.
Para salir al paso a tan angustiosa situación, el [Santo] no ahorró sacrificio. Además, viendo el cariz que tomaban las cosas, no se cansaba de repetir que los futuros ministros del culto se habían de buscar "en medio de los que manejaban la azada y el martillo".
Pero ni aun esto era suficiente; pues los jóvenes son siempre jóvenes y a pesar de prodigarles los más solícitos cuidados, muchos de ellos, encaminados al sacerdocio, se pierden por el camino. [San] Juan Don Bosco había comprobado que apenas una minoría llegaba al sacerdocio.
¿Qué hacer, pues? La necesidad era cada vez más apremiante: si se continuaba al mismo ritmo, la escasez de sacerdotes oca­sionaría la desolación de la viña del Señor.[San] Juan Don Bosco, siendo un simple estudiante de bachillerato, se había prestado amable­mente a ayudar a un buen hombre que a despecho de la edad quiso hacerse sacerdote y que gracias acta caridad del [Santo] había conseguido entrar en el Seminario, haciendo sus estudios y recibiendo las órdenes sagradas.
De otras vocaciones tardías [San] Juan Don Bosco se ocupó seguidamente, sobre todo en el Oratorio, donde admitió a las clases elemen­tales a algunos individuos ya maduros, deseosos de entrar en la carrera eclesiástica.
Así tuvo ocasión de constatar que tales suje­tos se daban al estudio con ardor, manifestaban una sólida pie­dad y excelentes disposiciones para ayudar a los compañeros más jóvenes.
Por tanto, mientras pedía insistentemente al Señor sobre la manera de proporcionar numerosos sacerdotes a la Igle­sia, he aquí que le viene a la mente la idea de recoger jóvenes adultos bien dispuestos, de dotarles de un régimen especial pre­parándolos adecuadamente para ascender las gradas del altar.
Mientras reflexionaba sobre este santo designio, en los comienzos del 1875 sucedió algo que lo impulsó decididamente a la empresa.
El relato hecho por él mismo ante los miembros del Capítulo Superior fue inmediatamente consignado por escrito y nosotros lo reproducimos aquí ad litteram. Helo, pues:Un sábado por la noche —dijo [San] Juan Don Bosco— me encontraba confesando en la sacristía; y pensaba en la escasez de sacerdotes y de vocaciones y en la manera de acrecentar su número.
Veía ante mí un tan gran número de jóvenes buenos e inocentes que venían a confesarse y me decía a mí mismo:
—Quién sabe cuántos alcanzarán la meta y el tiempo que se ne­cesita aún para que lleguen al sacerdocio los que perseveren; y la necesidad de la Iglesia es urgente.
Mientras me encontraba muy distraído con este pensamiento, aun sin dejar de confesar me pareció encontrarme en mi habitación sentado a mi mesa de trabajo, teniendo entre mis manos el registro donde están anotados los nombres de todos los que se hallan en casa. Y me decía entre mí:
—¿Cómo es esto? ¿Estoy confesando en la sacristía y en mi habitación al mismo tiempo? ¿Estaré soñando? No; éste es el regis­tro de los jóvenes: ésta es mi mesa de trabajo.
Entretanto oí una voz detrás de mí que me decía:
—¿Quieres saber la manera de poder aumentar y pronto el número de los buenos sacerdotes? Examina ese registro y de él deduci­rás lo que tienes que hacer.
Yo examiné el registro y después dije:
—Estas son las listas de los nombres de los jóvenes de este año y de años precedentes y nada más.
Yo me encontraba muy preocupado, leía los nombres, seguía reflexionando, miraba aquellas listas por abajo, por arriba, por todas partes, para ver si encontraba algo, pero nada.
Entonces me dije:
—¿Sueño o estoy despierto? ¿Me encuentro realmente aquí jun­to a mi mesa y la voz que he oído es una voz real?
Y de pronto quise levantarme para ver Quién había sido Aquella que me había hablado y en efecto: me levanté. Los jóvenes que estaban a mi alrededor dispuestos a confesarse, al ver que me levantaba de una forma tan imprevista y un tanto ner­vioso, creyeron que me había sucedido algo, que me sentía mal y acudieron a sostenerme, pero yo después de tranquilizarles asegurándoles que no me ocurría nada, seguí confesando.

Terminadas las confesiones y habiendo vuelto a mi habitación, miré sobre mi mesa y vi realmente el registro con los nom­bres de los jóvenes que están en casa, pero no encontré nada más.
Examiné aquel libro, pero no me explicaba cómo de aque­lla observación podría deducir la manera de tener pronto mu­chos sacerdotes a mi disposición.
Examiné otros registros que tenía en la habitación, pero al principio no saqué consecuencia alguna. Pedí más registros atrasados a Don Ghivarello; pero todo fue inútil.
Seguí reflexionando sobre esto y ojeando los registros antiguos para obedecer el mandato de aquella voz misteriosa, y pude sacar como conclusión que de tantos jóvenes como em­prenden los estudios en nuestros colegios para darse a la vida eclesiástica, apenas el 15 por 100, esto es, ni siquiera 2 de cada 10 llegan a vestir el hábito talar, alejándose del Santuario, bien por asuntos familiares, por los exámenes liceales o por cambio de idea que suele suceder frecuentemente en el año de retórica.
En cambio, los que comienzan los estudios en edad adulta, casi todos, esto es, un 8 por cada 10, visten el hábito clerical, lo que consiguen en menos tiempo y con menos, trabajo. Me dije enton­ces:
—De éstos puedo estar más seguro y terminan antes; esto es lo que buscaba. Es necesario, pues, que me ocupe de ellos, que abra colegios especialmente para ellos y que vea la manera de cultivarlos de una forma especial.
Los resultados darán a conocer si se trata de un sueño o de una realidad.       
Desde aquel momento —continúa Don Lemoyne— la idea de abrir colegios, en los que los jóvenes adultos, llamados al estado eclesiástico, pudiesen hacer estudios intensivos a ellos apropia­dos, tomó cuerpo convirtiéndose en un firme propósito.



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